Sacerdote dio un rodeo
Debemos ser misericordiosos unos con otros: “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance.” (Dt 30, 11).
“Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo.” (Lc 10, 30-31)
Desde la prehistoria [si nos remitimos a los sumerios], algunos sacerdotes han gozado de los privilegios de una élite religiosa [ninguna religión escapa a esto]. En los 4 evangelios, Jesús confronta a ese poder religioso.
En el bautismo todos somos llamados a ser sacerdotes, profetas y reyes. Es decir, somos reyes porque hemos recibido la capacidad de guiar a quienes están bajo nuestro cuidado o autoridad. Somos profetas para anunciar la Palabra de Dios y denunciar injusticias. Los laicos participamos del sacerdocio común de los fieles [no del sacerdocio consagrado], porque ofrecemos la vida diaria a nuestro Padre Celestial.
Debemos ser misericordiosos unos con otros: “Porque estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance.” (Dt 30, 11).
Tenemos la fuerza para ser misericordiosos, pero también para ejercitar nuestra vocación bautismal: sacerdotes, profetas y reyes. Al ser Iglesia, somos cristianos activos; no pasivos del cuerpo místico de Cristo: “Él es también la Cabeza del cuerpo, de la iglesia.” (Col 1, 18ª)
Como discípulos de Cristo, somos llamados a denunciar las injusticias de algunos que han construido su “poder religioso” y aplicar la certeza de castigo, como medida para “reparar” —de alguna forma— el daño cometido; más cuando recurren a recursos legales inmorales. Si el mismo Cristo los confrontó, denunció y corrigió, ¿quiénes somos nosotros para convertirnos en cómplices?
El evangelio nos sitúa en la imagen del sacerdote que ve al oprimido, lo rodea y no le brinda ayuda. Desde nuestra indiferencia, silencio y complicidad, también podemos ser ese sacerdote. ¡Ojalá que, así como el legista interrogó a Jesús; algún juez actual le pregunte hoy a Cristo si en sus decisiones judiciales está amando al prójimo que fue golpeado, asaltado, humillado o está siendo cómplice del mal!
No seamos sordos ante el oprimido que grita: “¡Respóndeme, Yahveh, pues tu amor es bondad; en tu inmensa ternura vuelve a mí tus ojos..!” (Sal 69(68), 17). Asumamos la actitud de ayudar al oprimido: “Un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él.” (Lc 10, 33-34)